Tiempo de sopas de ajo

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PEDRO G. CUARTANGO

Con las sopas de ajo me sucede igual que con las viejas canciones: me ponen nostálgico. Cuando las tomo y cierro los ojos, me vienen al recuerdo las nieves de antaño, el olor a incienso de una iglesia a oscuras, Il cielo in una stanza de Gino Paoli y la imagen de unas vías de tren que se pierden en el infinito.

Al igual que Proust descubrió que la magdalena del té evocaba toda su infancia en Combray, toda mi existencia está condensada en las sopas de ajo. Las que tomaba para cenar en mi casa, las que hacía mi tía Carmen, las de mi abuela Araceli y las que probaba en un pueblo del condado de Treviño.

Si Descartes se esforzó en construir los fundamentos de una nueva metafísica con su famoso cogito ergo sum, yo he intentado sin éxito profundizar en el misterio insondable de las sopas de ajo en el que residen las capas más profundas de lo que fui, soy y seré.

Si Rimbaud veía la eternidad en la luz de un atardecer sobre el mar, yo -que soy de naturaleza prosaica- la veo en las volutas de vapor de la sopas de ajo en una cazuela de barro.

Agua, ajo, pan... los elementos primigenios de la vida y de nuestra cultura. No somos polvo de estrellas ni venimos del mono. Las gentes de mi generación y de mi origen estamos hechos de esas sopas de ajo que forman ya parte de nuestro código genético.

No podemos entender las nuevas tecnologías de la información ni las redes sociales porque somos el producto de una vieja alquimia ya extinguida: la de la leña y de la cocina de carbón que imponían otro tempo a la existencia humana.

La esencia de las buenas sopas de ajo es la lenta cocción que produce una fusión de los elementos que se transmutan como la sagrada hostia cuando el sacerdote celebra la consagración, sacramento también conocido por el nombre de transubstanciación. Ese milagro se produce también en los fogones.

Ahora que estamos atravesando una implacable crisis, es hora de volver a estos sencillos placeres de la mesa y del hogar. Las sopas de ajo son igualitarias porque hasta el más pobre de los desahuciados puede comer este manjar. Pero, sobre todo, son un alimento espiritual que nos protege del mal y nos evoca un pasado en el que éramos mucho más felices.

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